Habíamos arrancado al dios Eros de aquellas ondas
y ahora sentíamos que había encendido dentro de nosotros
las ígneas almas de nuestros antepasados
(Eleonora, Edgar Allan Poe)
Caos: océano primigenio de todo lo posible
(Mitología/Mesopotamia)
Así lo recuerdo. Quizá suene ilógico que un ser inanimado hable de recordar, pero así son las cosas que nadie entiende.
Era un martes, como de costumbre estaba yo metido en un
estuche de terciopelo azul cobalto que se abría puntualmente a las once de la
mañana, siempre en el mismo lugar de la vitrina, para cerrarse en punto de las
nueve de la noche. Todos lucíamos igual, aunque de diferentes
formas, estábamos hechos del mismo metal y creados para la misma tarea: servir.
De alguna manera sin duda insólita, yo era el único de
todo el estuche que parecía tener una humana capacidad de ser; y aunque no me
era ajena la sensación fría de mi esencia de cromo y níquel, no puedo negar que
me congelaba la rutina que gobernaba mi vida.
Pero ese martes el frío se evaporó. Fue algo luminoso,
inefable, que se presenta sin avisar y que parecía obedecer a un paciente
trabajo de los siglos. No había duda, estaba vivo.
Recuerdo con exactitud el momento en que ella se asomó al
estuche. Desde mi posición pude contemplar su agraciado cuello y una curiosa
oreja izquierda aplastada en la parte superior. Nadie se pudo dar cuenta de mi
sentir (y ¡obvio! si yo no tengo un corazón que me delate) pero ¡qué sensación tan
ajena, abrumadora y divina experimenté!
En ese instante mi destino
dependía de la vendedora y su capacidad de convencer a Eleonora (hoy sé su
nombre) que éramos cubiertos de calidad, marcados 18/10 en nuestra espalda,
de acero inoxidable y diseñados para durar por siempre.
Lo que siguió
después podría hacer pensar a cualquiera que nada iba a cambiar para mí: salir
de un estuche que se abría y cerraba para entrar en un cajón que hacía lo
mismo; sin embargo, mi vida comenzó cuando yo dejé de ser un utensilio de
cocina para ser un cuerpo acariciado por sus labios, una maravilla que podía
convertirse en desazón cuando por mala suerte me tocaba en otro lugar de la
mesa.
Desde el primer día en aquella
cocina pude percibir una brutal familiaridad con Eleonora. Lo que la rodeaba no
era tan distinto como lo que me encerraba a mí. Parecía que los dos estábamos envueltos
en metal y rutina pero desbordados de un latente fervor. Sentía unas ganas casi
delirantes de saber más sobre ella. Todo era absurdo, completamente estúpido y
sin embargo, la realidad de lo que sentía y estaba viviendo parecía sobrepasar
a la más disparatada ficción.
Cada día, esperaba yo con toda paciencia a que el sol se
manifestara sabedor de que pronto bajaría a preparar su café. Era la cuchara
pequeña la que corría con la suerte de acompañarla en lo que parecía ser el
mejor momento de su día, escena que yo afortunadamente podía contemplar gracias
a la costumbre que tenía ella de dejar abierto el cajón. Mientras daba un sorbo,
su mirada se perdía en los efectos que producía la luz al romperse sobre el
vidrio del desayunador. Yo trataba de entretenerme al adivinar cuál de todos los
colores que se producían sería su favorito. ¿Acaso el escarlata? En la tapa de
la azucarera, en forma de escarabajo, se creaba también un efecto
interesantísimo con la luz que rebotaba sobre ella, ya que parecía que la plata
se transformaba en oro.
Curiosamente fue un martes, como el comienzo de esta
historia, el final de ella.
Como cada mañana, Eleonora abrió el cajón. Pero esta vez su
mano, y seguramente su cabeza, estaba distraída y sin darse cuenta se desvió de
las cucharitas para asirme por primera bendita ocasión al alba. Ese día parecía
estar especialmente perdida en el espectáculo áureo que se producía sobre el escarabajo.
Sin percatarse aún de su error, fui sumergido en el
azúcar para inmediatamente después pasar a lo que yo definiría como un
auténtico Maelstrôm con oscilaciones ardientes
de gran velocidad que formaban paredes líquidas color ébano a mi alrededor. Poco
a poco fui experimentando cómo aquel vértigo comenzaba a ceder hasta que todo quedaba
en calma. Inmóvil, mientras me recuperaba, fui levantado delicadamente con la
punta de sus dedos. Por primera vez clavó su mirada en mí y lanzó una carcajada
como si compartiera conmigo su equivocación. Con su imagen reflejada, permanecí
aturdido y con el aliento perdido mientras el café resbalaba copiosamente sobre
mí (hubiera podido jurar que se trataba de mi propio sudor). No sé cómo ni por
qué, pero logré intuir que algo estaba a punto de suceder.
El esposo de Eleonora entró
en la cocina cual sombra; ella se percató de su presencia cuando escuchó el
abrir de la alacena en busca de qué desayunar. Ella giró su cabeza y lo primero
que advirtió fue una botella de tequila Cuervo que sobresalía de la repisa de
arriba. La asociación con el ave disparó en su interior aquel estribillo: “...nunca más, nunca más, nunca más...”. Él
se sentó. Las frases que intercambiaron parecían ser la conversación entre dos
momias.
Eleonora volvió a tomarme entre sus dedos, cerró los ojos
y me apretó tanto que una extraña sensación me invadió. Sentí como si ella
supiera que aquel tenedor, que había sacado por equivocación, le podía dar la
fuerza y seguridad para poder sacar por fin lo que por años la atrapaba y no se
atrevía a liberar.
De súbito, como si estuviera a punto de desahogarse, su
mano me elevó y quedé justo al nivel de sus caras; sus miradas se cruzaron a
través de mis dientes que se convertían por un instante en los barrotes de la
celda que los aprisionaba. Como un cubetazo, todo quedaba claro para mí. No
sólo me convertía en un espectador inanimado de su historia y dolor, sino que mi
propia existencia se desenmarañaba con el poder de esa imagen y todo lo que en
un santiamén me revelaba.
Su ahogo era el mío, su travesía también, pero para ella
no era demasiado tarde; Eleonora podía encauzar su karma, reaccionar, hacer
algo como seguramente yo no lo había hecho cuando tuve la oportunidad y por eso
era que estaba destinado a vivir preso en este frío metal.
¡Cómo gritarte Eleonora
que no te detengas, que la vida no espera, que es decisión de cada uno hacer
del existir una experiencia luminosa o un camino de piedras y espinas; que la
culpa (¡maldita culpa!) destruye, mata, aniquila; termina por transformarte en
tu propio asesino y te confina a vivir en un cuerpo limitado que, aunque de metal
como el mío, o de carne y hueso como el tuyo, es lo mismo, no hay diferencia, da
igual, está frío y muerto! ¡Cómo implorarte que busques el
poder de las palabras ahogadas dentro de ti y fluyas con tu sentir! No obstante lo sé, sientes que de hacerlo te convertirías
en un demonio perverso capaz de destruirle la vida a los que más amas con tus locos
y desquiciados deseos, que cometerías el peor de los pecados. Pero hoy te digo,
amadísima Eleonora, que la única condena que existe es el no atreverse a
destruir nuestra cruz, esa que nosotros mismos nos inventamos para no
arriesgarnos, para resignarnos, para tener una buena excusa y quedarnos donde
estamos; una cruz que lejos de elevarnos nos entierra. ¡Ah qué los seres
humanos siempre contra natura! Pueden ser libres pero insisten en pasar de mariposa a
gusano. Cómo quisiera poderte explicar que tu búsqueda es válida Eleonora, que
no estás loca, que no eres insaciable o que nada te acomoda. Que las veces que
te mareas, sientes náuseas o tu corazón palpita, cuando te falta la respiración
o te sientes fuera de la realidad, no es más que tu propia existencia que te exclama,
que te grita que nunca es tarde para salvarse y no aniquilarse; que la felicidad no es una
meta sino un camino en el que llegas a sentir que nada te falta, en el que te despiertas
con ligereza y sin esa rara sensación de que estás cargando un traje viejo y
terco que pesa tanto que prefieres no levantarte.
Descendí para ser colocado nuevamente sobre la mesa. Una
lágrima cayó sobre mí. Aquella agua bendita, a un
tiempo salada y dulce, pronosticaba una decisión, el final de una historia y el
principio del caos. No exagero si digo que en ese momento no estaba seguro si estaba
presenciando un entierro prematuro o el resucitar de un cadáver.
Todo dependía de ella.
Determinada a aniquilar una larga y cansada inmovilidad, Eleonora
buscó el verdadero sentido de aquellas palabras que se le repetían y decidió
dejar su pasado en la cocina para nunca
más, nunca más, nunca más…
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