lunes, 30 de marzo de 2015

ELEONORA Y EL TENEDOR


Habíamos arrancado al dios Eros de aquellas ondas

y ahora sentíamos que había encendido dentro de nosotros

las ígneas almas de nuestros antepasados

(Eleonora, Edgar Allan Poe)

Caos: océano primigenio de todo lo posible

(Mitología/Mesopotamia)


           Así lo recuerdo. Quizá suene ilógico que un ser inanimado hable de recordar, pero así son las cosas que nadie entiende.

Era un martes, como de costumbre estaba yo metido en un estuche de terciopelo azul cobalto que se abría puntualmente a las once de la mañana, siempre en el mismo lugar de la vitrina, para cerrarse en punto de las nueve de la noche. Todos lucíamos igual, aunque de diferentes formas, estábamos hechos del mismo metal y creados para la misma tarea: servir.

De alguna manera sin duda insólita, yo era el único de todo el estuche que parecía tener una humana capacidad de ser; y aunque no me era ajena la sensación fría de mi esencia de cromo y níquel, no puedo negar que me congelaba la rutina que gobernaba mi vida.

Pero ese martes el frío se evaporó. Fue algo luminoso, inefable, que se presenta sin avisar y que parecía obedecer a un paciente trabajo de los siglos. No había duda, estaba vivo.

Recuerdo con exactitud el momento en que ella se asomó al estuche. Desde mi posición pude contemplar su agraciado cuello y una curiosa oreja izquierda aplastada en la parte superior. Nadie se pudo dar cuenta de mi sentir (y ¡obvio! si yo no tengo un corazón que me delate) pero ¡qué sensación tan ajena, abrumadora y divina experimenté!

            En ese instante mi destino dependía de la vendedora y su capacidad de convencer a Eleonora (hoy sé su nombre) que éramos cubiertos de calidad, marcados 18/10 en nuestra espalda, de acero inoxidable y diseñados para durar por siempre.

            Lo que siguió después podría hacer pensar a cualquiera que nada iba a cambiar para mí: salir de un estuche que se abría y cerraba para entrar en un cajón que hacía lo mismo; sin embargo, mi vida comenzó cuando yo dejé de ser un utensilio de cocina para ser un cuerpo acariciado por sus labios, una maravilla que podía convertirse en desazón cuando por mala suerte me tocaba en otro lugar de la mesa.

            Desde el primer día en aquella cocina pude percibir una brutal familiaridad con Eleonora. Lo que la rodeaba no era tan distinto como lo que me encerraba a mí. Parecía que los dos estábamos envueltos en metal y rutina pero desbordados de un latente fervor. Sentía unas ganas casi delirantes de saber más sobre ella. Todo era absurdo, completamente estúpido y sin embargo, la realidad de lo que sentía y estaba viviendo parecía sobrepasar a la más disparatada ficción.

Cada día, esperaba yo con toda paciencia a que el sol se manifestara sabedor de que pronto bajaría a preparar su café. Era la cuchara pequeña la que corría con la suerte de acompañarla en lo que parecía ser el mejor momento de su día, escena que yo afortunadamente podía contemplar gracias a la costumbre que tenía ella de dejar abierto el cajón. Mientras daba un sorbo, su mirada se perdía en los efectos que producía la luz al romperse sobre el vidrio del desayunador. Yo trataba de entretenerme al adivinar cuál de todos los colores que se producían sería su favorito. ¿Acaso el escarlata? En la tapa de la azucarera, en forma de escarabajo, se creaba también un efecto interesantísimo con la luz que rebotaba sobre ella, ya que parecía que la plata se transformaba en oro. 

Curiosamente fue un martes, como el comienzo de esta historia, el final de ella.

Como cada mañana, Eleonora abrió el cajón. Pero esta vez su mano, y seguramente su cabeza, estaba distraída y sin darse cuenta se desvió de las cucharitas para asirme por primera bendita ocasión al alba. Ese día parecía estar especialmente perdida en el espectáculo áureo que se producía sobre el escarabajo.

Sin percatarse aún de su error, fui sumergido en el azúcar para inmediatamente después pasar a lo que yo definiría como un auténtico Maelstrôm con oscilaciones ardientes de gran velocidad que formaban paredes líquidas color ébano a mi alrededor. Poco a poco fui experimentando cómo aquel vértigo comenzaba a ceder hasta que todo quedaba en calma. Inmóvil, mientras me recuperaba, fui levantado delicadamente con la punta de sus dedos. Por primera vez clavó su mirada en mí y lanzó una carcajada como si compartiera conmigo su equivocación. Con su imagen reflejada, permanecí aturdido y con el aliento perdido mientras el café resbalaba copiosamente sobre mí (hubiera podido jurar que se trataba de mi propio sudor). No sé cómo ni por qué, pero logré intuir que algo estaba a punto de suceder.

            El esposo de Eleonora entró en la cocina cual sombra; ella se percató de su presencia cuando escuchó el abrir de la alacena en busca de qué desayunar. Ella giró su cabeza y lo primero que advirtió fue una botella de tequila Cuervo que sobresalía de la repisa de arriba. La asociación con el ave disparó en su interior aquel estribillo: “...nunca más, nunca más, nunca más...”. Él se sentó. Las frases que intercambiaron parecían ser la conversación entre dos momias.

Eleonora volvió a tomarme entre sus dedos, cerró los ojos y me apretó tanto que una extraña sensación me invadió. Sentí como si ella supiera que aquel tenedor, que había sacado por equivocación, le podía dar la fuerza y seguridad para poder sacar por fin lo que por años la atrapaba y no se atrevía a liberar.

De súbito, como si estuviera a punto de desahogarse, su mano me elevó y quedé justo al nivel de sus caras; sus miradas se cruzaron a través de mis dientes que se convertían por un instante en los barrotes de la celda que los aprisionaba. Como un cubetazo, todo quedaba claro para mí. No sólo me convertía en un espectador inanimado de su historia y dolor, sino que mi propia existencia se desenmarañaba con el poder de esa imagen y todo lo que en un santiamén me revelaba.

Su ahogo era el mío, su travesía también, pero para ella no era demasiado tarde; Eleonora podía encauzar su karma, reaccionar, hacer algo como seguramente yo no lo había hecho cuando tuve la oportunidad y por eso era que estaba destinado a vivir preso en este frío metal.

¡Cómo gritarte Eleonora que no te detengas, que la vida no espera, que es decisión de cada uno hacer del existir una experiencia luminosa o un camino de piedras y espinas; que la culpa (¡maldita culpa!) destruye, mata, aniquila; termina por transformarte en tu propio asesino y te confina a vivir en un cuerpo limitado que, aunque de metal como el mío, o de carne y hueso como el tuyo, es lo mismo, no hay diferencia, da igual, está frío y muerto! ¡Cómo implorarte que busques el poder de las palabras ahogadas dentro de ti y fluyas con tu sentir! No obstante lo sé, sientes que de hacerlo te convertirías en un demonio perverso capaz de destruirle la vida a los que más amas con tus locos y desquiciados deseos, que cometerías el peor de los pecados. Pero hoy te digo, amadísima Eleonora, que la única condena que existe es el no atreverse a destruir nuestra cruz, esa que nosotros mismos nos inventamos para no arriesgarnos, para resignarnos, para tener una buena excusa y quedarnos donde estamos; una cruz que lejos de elevarnos nos entierra. ¡Ah qué los seres humanos siempre contra natura! Pueden ser libres pero insisten en pasar de mariposa a gusano. Cómo quisiera poderte explicar que tu búsqueda es válida Eleonora, que no estás loca, que no eres insaciable o que nada te acomoda. Que las veces que te mareas, sientes náuseas o tu corazón palpita, cuando te falta la respiración o te sientes fuera de la realidad, no es más que tu propia existencia que te exclama, que te grita que nunca es tarde para salvarse y no aniquilarse; que la felicidad no es una meta sino un camino en el que llegas a sentir que nada te falta, en el que te despiertas con ligereza y sin esa rara sensación de que estás cargando un traje viejo y terco que pesa tanto que prefieres no levantarte.

Descendí para ser colocado nuevamente sobre la mesa. Una lágrima cayó sobre mí. Aquella agua bendita, a un tiempo salada y dulce, pronosticaba una decisión, el final de una historia y el principio del caos. No exagero si digo que en ese momento no estaba seguro si estaba presenciando un entierro prematuro o el resucitar de un cadáver.

Todo dependía de ella.

Determinada a aniquilar una larga y cansada inmovilidad, Eleonora buscó el verdadero sentido de aquellas palabras que se le repetían y decidió dejar su pasado en la cocina para nunca más, nunca más, nunca más…

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